martes, 2 de junio de 2020

La Dama de Vallcarca




El infierno regenera sus tentáculos. Silban en la avenida de las sombras, donde el humo reclama las copas de los árboles. Silban con dulzura penetrante. Su nombre, roto a trozos, comparte la comida de las serpientes: arroz ensangrentado, [rutas negras, restos de ruidos y de rotaciones. Silban dulcemente allá en el bosque, donde una fuente muerta murmura el nombre roto, sus anillos espesos. Mis pasos circulares forman un alfabeto amarillento, con iniciales azules y violáceas.

[...]

Atraído por el lugar y el olvido, he llegado a Vallcarca, bajando una escalera quebrada, con barandilla de hierro húmedo, pisando blancas losas y pasando junto a desventuradas puertas y quemadas ventanas. Un olor de animales y de flores flota en el ambiente bajo. La gran calle corresponde al Río del olvido; el camino tortuoso que lleva hacia la colina pedregosa es el Río de la juventud. Aquí está, pues, el paisaje megalítico y aquí voy a quedarme mientras la llave pueda conocer su puerta, mientras la puerta reconozca el fulgor de su llave; mientras el gran espacio no me lleve consigo, mientras la roca roja y ávida no se transforme en lamento.

[...]


Nada puede avanzar. Todo termina en mutilación. Inmensos valles cortados a pico, corderos sin cabeza, manos de cuatro dedos, auroras devoradas. Y dentro de la roca, nuevos ardientes ruidos. matrimonios horribles de azufre y de mercurio, un humo denso y frío, agitado, no obstante, por despiadado fervor. Entro en la casa del hierro y sus filas de cristal se reordenan; en la verja azulada, hay un resplandor agudísimo, que comienza más allá del dolor. Cada cadena se desprende sola y grandes águilas blancas iluminan el sol al mediodía.

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Todo está preparado en el jardín. Ella lleva un jersey rojo, medias negras y ropa interior negra también. Sus muslos son morenos y redondos, como la tierra. Ella habla en latín a una multitud que no existe y solicita solamente las cabezas de las criaturas inocentes. Cuando miro mi brazo derecho, veo que la cicatriz, a la altura del codo, se ha convertido en una iglesia románica, cuyas imágenes, con su rostro de plata estrangulada, me sonríen y animan, «porque me van a cortar el otro brazo, mientras las flautas chillan.[...]



Las casas de este pueblo palpitan frenéticas. Es de noche ahora, cuando la luna inicia su procesión espantosa sobre el árbol desgarrado. Una multiplicación de violetas indignas se produce en los silencios del campo. Sábanas azules van cayendo del ciclo, dulcemente, y recubren las casas, las ramas vegetales y la submarina ceniza que desciende como una alfombra. Una veleta gira sin viento. Del candelabro de doce brazos nacen doce cabezas de mujer, de una misma mujer descuartizada, con veinticuatro ojos que no pueden llorar.

[...]

Mi sangre vaga por el campo. Mi sangre moja las nubes y las flores, en medio de la suspensión de las tempestades. Grandes sombras acechan detrás de las rocas en ruinas. Ríos de crisantemos trastornan la sábana grabada con los puntos cardinales, ponen cementerios donde aullaban las letras incendiadas, las puras iniciales de entrelazo; agujeros donde crecían las solemnes estalagmitas como la miel en el éxtasis. Pero bajan las hierbas desde el bosque aplastado. Bajan las hierbas grises al pueblo. Descanso.

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De pronto, estallan las orquestas extirpadas. Cuatro caballos anaranjados corren hacia los puntos cardinales, donde se elevan cuatro palacios azules con las cúpulas rojas. En el centro hay una fuente negra de la que surge el dragón dorado con grandes alas blancas abiertas como el dolor. Una música espantosa invade los horizontes, lenta, pesadamente, mientras un frío glaciar desciende con cortinas del ciclo. El dragón se transmuta en un alto obelisco de vidrio violáceo; todo el paisaje gris resquebraja su conjunto, y redes plomizas caen como sistemas de grietas entre los caminos y las balaustradas glaciares, entre las puertas del hielo y las cuatro monedas de plata con caballos grabados. Se oye llorar en el sol, en el lejano sol viviente, mientras los jeroglíficos se esparcen por las calles.

[...]

Se oye llorar como se oiría en la sístole del cielo. Te amo. Las torres blancas de este pueblo elevan sus espirales en remotos acentos contraídos. Y los jazmines de hierro se entremezclan ahora con los feroces jazmines de las aguas. Centellas y rosas vienen, avanzan de la mano por el abismo y doran los perfiles en ciego movimiento. Crecen los edificios entre flores de lis y rocas o nubes en ebullición. Ascienden los corderos hasta las cimas nevadas y cálidas, cura blancura repite en lo insondable: Te amo, luz mía de siempre; luz mía de nunca, perdida entre explosiones y momentos. No busques otras sombras, ven a mi obscuridad, toca mi sangre blanca de ceniza, mis cabellos desiertos.

[...]

Vallcarca abre los ojos entre tejados agitados. Separa sábanas y palabras, promesas y piedras, roces y voces. Vallcarca baja por los murmullos hasta la cabalgata inferior y allí donde un bosque verde y negro y un bosque blanco y verde se confunden, extiende sus causas consoladas por la certidumbre del pergamino y por el sello de plomo de dolor. Los graves murmullos se adelgazan y oscilan. Son cenizas que cantan en el agua bendita, como vientres hilados entre blancas agujas, en iglesias abiertas a los astros; en iglesias creciendo entre arenales. Entonces, unos cabellos blancos apareciendo, y unas heridas nuevas, hablando como joyas. Caigo, ruego y concito.

[...]

Ahora todo cambia. Estamos entre rosas en un jardín humano. La noche de oro rosa vive sobre la luna. Sus trajes transparentes traspasan las montañas. Escrita en las magnolias, su calor infinito conmueve las materias que aún gravitan sin luz. Las aproximaciones comunican espacios, las redes como centros continuos y la belleza funde los pórticos en vilo. Un éxtasis perenne pisa la santa tierra y todas las palabras son la sola palabra de la consagración.

[...]

Ella está de rodillas delante de mí. Mientras mi mano izquierda la sujeta por el negro pelo rojizo, con la derecha clavo mi cuchillo en su corazón. No la he matado, pues ella siempre estuvo muerta; he matado su imagen mientras las casas de Vallcarca hierven y crujen como grandes insectos bajo un ciclo arrugado y maldito.


La sangre rompe todas las letras. La sangre retrocede. La reina de la siembra solloza en sus anillos 1erminalcs. Un aire sin silbidos pone cortinas negras, blancas, rojas, doradas. La luz del sacrificio levanta la pirámide hasta el cáliz y las sombras dibujan una cruz entre la dispersión de las estrellas. «Comenzaremos ya, definitivamente, la otra vida.»




E incluso se dice que en el domicilio del Antiguo Judío vive una serpiente. Algunas ancianas creen que es una sirena y no dos serpientes, que es la Serpiente de doble cola.



En el cielo, los grandes pechos del Animal marino, sus oscilantes luces, se disuelven sin piedad. Junto a mí reposa el sueño de la víctima, su zócalo de zapatos desmenuzados, la coraza de su corazón. Todo el atardecer se llena de balidos y la Serpiente surge de su capitel interno, aún con dientes y diamantes. Muerta, llena el pueblo de losas de colores, de esmaltes amarillos, azules, verdosos, sonrosados.



Mi cuarto está manchado de lamentos. Por la ventana contemplo el blanco lago de mercurio. Su emanación trastorna mis paredes y las raya de signos cenicientos. (...) Las venas de mi cuarto resplandecen y tiemblan con naranjas radiantes, pero se apagan.



Me están arrancando la cabeza y, mientras el verdugo me sujeta con ambas manos por la frente, una mujer de cobre cae violentamente desprendida, rodando desde la cima de la montaña cristalizada. cuando la música desaloja las tinieblas, se ve que todas las casas de Vallcarca has sido pintadas de color azul. Huyo hacia la Montaña.



He quemado sus ojos en lo alto de la cima pedregosa. También he quemado sus cabellos y sus manos resecas, sus palabras y sus espejos blanquecinos. (...) He rezado las oraciones. (...) Después de verter unas lágrimas hipócritas, he regresado al pueblo mientras sonidos negros y dorados se sucedían en el ocaso.



Separo la cortina sonrosada y puedo ver la calle recta y gris que, a lo lejos, acaba en un mar verde bajo el cielo aplastado.



Y el hombre y la mujer se dirigen al mar, al mar de lo cierto, para encontrarse con el mar del otro mundo.



Pasados los espejos y las ruedas, los lamentos y las cavilaciones, un día visitamos el mar. mientras el mar azul nos rodeaba, como un orden de vibraciones diamantinas, otro mar, roto en lágrimas negras agrandaba el espacio interior. Invisible, sus hojas como de pizarra cubierta de mica herida, establecían estratos delicados, filtraciones mortales. El mar azul brillaba encima de los muros dorados, un corazón esparcido se eleva crepitando en destelladas rosas azules

de limpidez extenuante, Gotas celestes entre radios y redes. Cabellos chorreando cristales surgieron de las ventanas del espacio, cayendo haca sus ojos, "pero entonces vi que el fondo del mar estaba agujereado."



El secreto del mar, pero no del otro mar, sino de éste, el que está en nuestra realidad reconocible, aunque ya fundido y confundido con el mar negro y orgánico. Un mar agujereado, un mar que no es inocente, y que da paso, en el siguiente parágrafo, a la lapidación / entronación de la reina.



La reina está aplastada entre dos piedras enormes; los bordes de su traje violáceo sobresalen entre el granito descompuesto y restos de sus zapatos y de sus pies asoman entre las ramas machacadas de los árboles. Pero la imagen de la reina no ha sido tocada por el cataclismo. Sus ojos están aquí, eternos, si sus miradas perdidas se fundieron, como dos sombras rojas de un aire aglomerado.

Y el trono de la reina está en su sitio, defendido del gesto de la aurora por montones candentes de hermosura. A lo lejos, altos surtidores de sangre elevan una cortina de esplendor, y lentos rastrillos bajan y suben entre ese territorio dominado y un cielo ensordecedor.



Ahora, grabada en el cristal interno, quieta, nadie la llamaría serpiente; nadie la

llamaría sirena. Es la reina dorada de la siembra (…).



La reina transmuta el universo, que se convierte en un mundo extraño de transformaciones atroces, de imágenes desbocadas. Y el mundo supraterrenal se ve finalmente fundido con el mundo gris, pero transformado de forma atroz.



Ahora todo cambia. Estamos entre rosas en un jardín humano. La noche de oro rosa vive sobre la luna. Sus trajes transparentes traspasan las montañas. Escrita en las magnolias, su calor infinito conmueve las materias que aún gravitan sin luz. Las aproximaciones comunican espacios, las redes como centros continuos y la belleza funde los pórticos en vilo. Un éxtasis perenne pisa la santa tierra y todas las palabras son la palabra de la consagración.



Y en la fusión de estos dos mundos, el poema se cierra con el último parágrafo,

el del sacrificio salvaje de la mujer, fundida con la diosa.

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